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Leyendo una historia en un bar

Lucía siempre creyó que el amor era sencillo: que dos personas que se querían sólo necesitaban querer. Pero el tiempo, ese juez silencioso, le mostró que el amor también podía ser un laberinto.

Conoció a Andrés una tarde de lluvia, bajo el mismo alero frente a una librería cerrada. Él le sonrió como si ya la conociera, y ella sintió, sin admitirlo, que algo se movía en su pecho.

Empezaron a verse, primero con cautela, luego con ansias. Había risas, madrugadas conversadas y silencios que parecían cómodos… hasta que dejaron de serlo.

Andrés tenía miedo: a necesitar, a perder, a no ser suficiente. Y Lucía, que creyó poder esperar a que él ordenara su corazón, empezó a sentirse visitante en su propia historia.

“¿Por qué te alejas cuando más te busco?”, preguntó una noche.

Él quiso decirle que la amaba, pero las palabras quedaban atrapadas entre dudas y heridas viejas. Solo la miró, como quien contempla una despedida inevitable.

Lucía entendió que amar no siempre es avanzar juntos; a veces es caminar en direcciones opuestas aunque el corazón quiera quedarse.

Semanas después, ya sin hablarse, la ciudad siguió igual, pero para ambos todo era más lento. Andrés pensaba en lo que no dijo; Lucía, frente al mar, en lo que nunca recibiría.

No era falta de amor: era miedo, orgullo, y la verdad de que amar puede costar más de lo imaginado.

Años después, al encontrarse en la misma librería, se sonrieron con nostalgia.
Ya no dolía, pero tampoco se había olvidado.

Sin reproches ni promesas, se miraron como quienes comprenden que a veces no se pierde por no sentir, sino por no saber sostener.

Y mientras se despedían, pensaron lo mismo:

“Que difícil es amar… cuando uno no sabe cómo quedarse”.